Los hijos no reconocidos de Macri (y su crisis).
Por Martín Rodríguez
Cada choque de placas tectónicas de la economía deja víctimas reales. La oposición debería recoger el guante de este nuevo género de perdedores: Cambiemos tiene sus víctimas. Se acabó el tiempo de políticos opositores comentando la política o la unidad del peronismo como si fuera su objeto de estudio o vestidos con un cotillón ideológico que transpira endogamia. En mayo se abrió una herida real. Comenzó a vivirse el trauma de este gobierno, y el relato de sus traumados. Cada gobierno deja los suyos, y mayo abrió la «marca Cambiemos»: los que creyeron en la meritocracia y quedaron con la ñata contra el vidrio del festival de bonos.
Pero nada altera el método. Macri no convoca a un Gran Acuerdo Nacional, como le piden muchos, y lo dijo Peña varias veces, porque no creen en lo que garantiza el que se sienta en la mesa. Y porque no quieren creerle a nadie. Nacidos del desprecio anti político a los intermediarios y representantes de la sociedad civil: ¿para qué van a hacer la fiesta de la Moncloa? En la lógica del gobierno, en su descripción (que es su deseo también) dicen: ¿con quiénes hay que sentarse y decir «tengo en mi mesa al movimiento obrero organizado», «tengo en mi mesa a las organizaciones sociales», «tengo en mi mesa a toda la oposición política»? Ese realismo político es metodológico y conveniente: ¿a quién le quiero dar poder? Veamos un poquito la relación de Cambiemos con el «poder».
La híper enroscada forma de «hacer política sencilla» que gobierna la mente de Macri (cuyo joystick conceptual a su vez maneja Peña) es una política líquida sin grandes acuerdos. ¿Y dónde acumula poder el gobierno? En otros. ¿Qué otros? Llegaron al poder para devolverlo, para volver a entregarlo a su cauce de clase y corporativo. A Clarín, al campo, a las fuerzas de seguridad. Dicho rápido: ¿qué encontraron en Balcarce 50? Demasiado poder. Esa era la pesada herencia. Demasiado poder político, demasiado poder en la política y en el Estado.
Y la corrida cambiaria no los corrió de ese eje jamás. Siguieron hablando de lo que pide «el mundo» o «los mercados» con un idioma que tiene naturalizado ese poder y al que se niegan a identificar. ¿Quiénes son los mercados? ¿Contra quién lidia el Banco Central? A lo mejor, en el extremo de la inflación, el presidente emite algún esbozo sobre la viveza empresaria, pero en el fondo todo eso permanece en la opacidad. Y en esa misma lógica se cierra la ecuación del ajuste: hay cosas impensables. Como le dijo Macri a las entidades agrarias: las retenciones no se tocan. La pelota no se mancha. Podríamos a esta altura escribir una historia de la democracia como una historia de las retenciones. Economistas cercanos al gobierno ya apuntalan la necesidad inmediata de revisar la baja de retenciones a la soja mientras el Estado no tenga plata.
No hay peor perdedor que el estafado en su ley. Que el que les creyó. Todo el mundo se levanta a la mañana y hace girar la rueda. La del trabajo, la doméstica, la de la misión, la de la neurosis, la de matar el tiempo a lo bobo también. La economía que cada vez divide más entre inútiles y útiles no soslaya lo obvio: que cada persona se sienta única. En Argentina se tradujo en derechos el deseo. Nunca fuimos el peor país del mundo. Lo supo el mundo que nunca cesó de depositar racimos de migrantes para hacer su sueño en las fronteras. Está escrita en la constitución americana «la búsqueda de la felicidad». Cada cual sabrá qué significa eso.
El ajuste y la corrida carcomen el estado de ánimo. En un país donde todo el mundo sueña mucho, no puede haber un gobierno solo realista. Sacándonos de encima las dictaduras, lo mejor que se hizo en Argentina siempre tuvo una cuota de «imaginación al poder», audacia y simulación. Si no hay moneda hay que inventarla. Esta menta de «el mundo nos pide» va a terminar haciendo extrañar a todos las distorsiones, incluso a quienes las discutieron, como esos economistas liberales pero sensatos.
Fuente: La Política Online